miércoles, 28 de febrero de 2018

El zoótropo


Todo estaba oscuro, como siempre. Me había levantado hace mucho… o hace poco, no lo recordaba –y creo que no importaba demasiado. Quizás siempre había estado allí.
Podía ver negro a través de las ventanas, un negro densísimo que iba de un punto infinito de arriba a otro punto infinito de abajo, y que también se hundía infinitamente.
La sala en que me encontraba era enorme.
Recuerdo ver la pálida piel de mis brazos iluminada por el fuego de innumerables velas que se alzaban muy por encima mío, debajo de un techo cuya naturaleza no podía discernir bien: puede que hayan sido como nubes grises que giraban lentamente y en círculos.
A mi alrededor, parecía haber entes como yo, repetidos interminablemente, cada uno sumido en algún aspecto distinto de esa sala, de esas velas, de sus propios brazos o la oscuridad tras las ventanas. Ahora que me fijaba en ellos, todo adquiría un matiz diferente; al menos, pensé, hasta que dejara de hacerlo.
Había también una mancha difusa que hablaba, de una silueta ligeramente humana, pero que se movía con un grado de perfección insólito. Supe inmediatamente que a ella estaba subordinado, igual que todos los demás.
-Buenos, niños queridos, ¿cómo van con su tarea? –la voz de la mancha era aguda y suave, pero de una imperiosidad angustiante.
Yo no entendí lo que dijo y miré para un lado y para otro, alternativamente.
-A ver lo tuyo –dijo la mancha. Entonces se acercó a mí y me percaté de que debía hacer algo en consecuencia. Fue en ese momento que me di cuenta de que mis dedos estaban tocando algo.
-Esta figura está bien recortada –me congratuló, tomando lo que hacía instantes sostenía-. La pared quizás debiera estar un poco más iluminada, ya que al ser domingo el sujeto debería, luego de su habitual noche de juerga, desear un poco de aire de afuera: por ende, sus persianas estarían abiertas.
-Sí, señora –balbuceé.
-Sin embargo, debo felicitarte por el desdoblamiento que conseguiste aquí. El fonema que su cerebro trata de proyectar se mezcla bien con otros. Y esa aspereza en las extremidades, esa flacidez de la lengua, esa contracción de la garganta, esa pesadez en el pecho, son sencillamente sublimes.
-Gracias, señora –respondí.
-Ahora prosigue, por favor.
Tomé entonces el paisaje previamente diseñado, coloqué a la misma persona –con los mismos brazos, las mismas piernas, la misma sensación en la boca, la misma textura en la piel y el mismo frío en el cuerpo, y cambié todo un poco de lugar y de color.
-Muy bien.
Entonces miré hacia adelante, y la mancha ya no estaba en frente mío –aunque seguía bajo su rango de visión.
Era extraño, pensé por un momento. Extraña la labor que realizaba, y aquella mancha, y aquella sala, y aquellos entes, aquellas velas y aquella oscuridad. Incluso puede que fuera un poco extraño yo mismo. Pero no se podía hacer nada al respecto.
Distraído, quizás algo cansado de la faena, miré en cierta dirección en un momento –no recuerdo cuál. EL ZOÓTROPO, estaba escrito en un pizarrón, grande, con letras mayúsculas de tiza blanca. Claro, esa era la tarea. Cuántos zoótropos estábamos haciendo, cuántos habíamos hecho ya y cuántos quedarían por hacer, si es que en algún momento dejaríamos de hacerlos, era algo que ignoraba.
Un olor nuevo de un nuevo personaje. Sus paredes son más oscuras, su piso está alfombrado y está acompañado por otro personaje. Esta vez siente una ligera calidez en el pecho, que también cree reflejada en el otro personaje. Yo traté de imaginarla mientras la moldeaba, pero sabía que me sería imposible. Tenía idea de lo que estaba haciendo, pero no podía recrearlo para mí mismo, como un ciego pintando o un sordo componiendo una sinfonía. ¿Sería yo también un zoótropo, solo que de distinta naturaleza? Seguramente nunca podría responder eso.
Otra vez me levanté.
-Señorito –dijo la voz de la mancha.
-Sí –respondí.
-No es tiempo de recreo –dijo-. Hay que esperar a que sean las tres.
Miré hacia la derecha, creo. Había un reloj de Mickey Mouse y Pluto con una aguja roja que apuntaba justo entre las dos y las tres.
-Pero esa cosa nunca se mueve –dije.
-Todo se mueve. Es como los zoótropos, hijo mío.
-Bueno –respondí, para después sentarme. Creo que me estaba empezando a incomodar. ¿Eso era lo que sentían los personajes de los zoótropos cuando se les volcaba aspereza sobre los pies?
Sentí entonces algo de enojo. Cabía la posibilidad de que estuviera siendo engañado. LA AGUJA NUNCA SE HABÍA MOVIDO y realmente deseaba ir al recreo. Debía vengarme de alguna forma.
Por tanto, moldeé los recuerdos precedentes en varias figuras, les di forma de palabras y las coloqué en un punto cualquiera de un zoótropo cualquiera bajo el título de EL ZOÓTROPO.


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